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Texto y fotos: Rosario Lanusse – @rochilanu

Remover la tierra, buscar la semilla, colocarla cuidadosamente y luego taparla. Buscar agua y regarla en forma abundante. Y volver, día tras día, para ver si el tallo aparece entre las raíces. Pocas cosas conforman un milagro tan evidente como ése: ver los frutos de nuestra siembra. Comprobar que la dedicación y el tiempo invertido valieron la pena. Que hay “algo” que quizás hicimos bien, porque hay “algo” que está naciendo producto de nuestro accionar.

Siembra y cosecha. Dos sencillas palabras que indican meras acciones, pero que encierran también un significado superlativo. Términos que hacen alusión, además, a las acciones del hombre que están condicionadas por lo que hacemos o dejamos de hacer. La cosecha no es la misma si le dedicamos tiempo suficiente a la siembra y luego la custodiamos, a aquella en la que nadie veló por su pureza ni cuidó que los yuyos no avanzaran y la debilitaran. “Nadie cosecha lo que no siembra”. Una realidad demasiado verdadera y tan cierta. Y llevado a nuestro accionar: el que siembra amor cosecha amor y personas fieles; el que siembra esfuerzo recibe resultados; el que siembra alegría cosecha una vida alegre; el que siembra valores está velando por una sociedad más sana.

Fin de año es siempre esa época del año donde nos ponemos melancólicos. Días en los que nos gusta hablar de balances, de objetivos cumplidos y de metas alcanzadas. Y es también esa época del año donde vemos los frutos de tanto esfuerzo. Muchos cambios, mucha adaptación y donde el denominador común fue la voluntad colectiva para llevar el barco a buen puerto. Por lo tanto así estamos, a la espera. Dios quiera que la cosecha sea abundante y que nos sirva de incentivo para ratificar una vez más que siempre vale la pena el esfuerzo. Desde aquí los mejores deseos de un fin de año bendecido, de un nuevo año de paz, salud y prosperidad. ¡Que el Niño Jesús nazca en nuestros corazones es nuestro mayor anhelo! Ojalá recibamos esa gracia. La necesitamos.

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