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La casa refleja la propia identidad. Habitar para construir un hogar en el mundo, para delinear la personalidad y crear un entorno de felicidad. El hogar es un ingrediente esencial para el desarrollo de una familia.

Texto: Marina Narbais · Ilustración: Aldo Tonelli

Escribir una nota en el cuarto de un hotel, con la bandeja del desayuno a los pies de la cama, jacuzzi en el baño y vista a un jardín babilónico podría dar envidia. Pero pasan los días, la nota se acaba y el encanto del confort también. Se empieza a extrañar volver a casa, ir a la cocina, hacerse una sopa, tirarse en el sillón y taparse con una mantita para ver una serie. Esa querencia al propio hogar mereció la reflexión de los filósofos. Algunos se inspiraron después de pasar situaciones de guerra o de exilio. Durante sus diásporas se daban cuenta de que la casa funciona como punto de partida y de retorno, como referente para entender la propia identidad.

HABITAR ES UN MODO DE ESTAR EN EL MUNDO
El 8 de agosto de 1951, en Alemania, Martin Heidegger estaba a punto de dar su conferencia “Construir, pensar, habitar”. Puertas afuera, el panorama urbanístico producía desazón: el cincuenta por ciento de las casas había sido destruido durante la Segunda Guerra. Era una ruina desde hacía siete años.

El contexto reclamaba una reconstrucción urgente y sin embargo, en ese workshop había sociólogos, filósofos, historiadores además de arquitectos. La pregunta era qué iban a aportar los humanistas a una acción tan urgente y concreta como levantar edificios. Filosofar sobre la vivienda en medio de una ciudad fantasma rayaba el cinismo.

Pero Martín Heidegger ya sabía lo que era pasar por alojamientos que no fueran casas, y a la experiencia le unió la reflexión para que no se volvieran a construir residencias en masa, sin pensar en que esas paredes iban a albergar personas. La solución de la vivienda está en una instancia anterior a la de dibujar los planos: hace falta pensar en espacios en los que las personas se desplieguen, sean felices, disfruten con los demás.

Aunque parezca muy básico, comprender la diferencia entre habitar y alojarse es tan esencial como entender la diferencia entre vivir la vida y dejar pasar los días. Hay una historia escrita por Max Frisch sobre un personaje que estaba convencido de que podía vivir sin un domicilio estable: al no echar raíces en ningún lado andaba disperso. Es lo que Zygmunt Bauman llama “eternos vagabundos”, gente que en todas partes está de prestado, sin esperanzas de volver o llegar alguna vez a su propia casa.

LA CASA COMO LUGAR DE CUIDADO
Cuando una persona se siente débil o enferma, necesita volver a casa porque ahí se siente querido como es y como está. María Zambrano, la filósofa de las metáforas, decía que el hogar es el refugio en medio de la tempestad que los humanos construimos porque nacemos incompletos, y como no encontramos nada a nuestra medida, nos hace falta edificar un mundo habitable que supla lo que nos falta.

Es evidente que el cuidado exige tiempo, además de cariño, preparación y capacidad de organizar. Las paredes mudas de las que hablaba Zambrano se convierten en hogares si los integrantes de esa casa se lo proponen.

SI LAS PAREDES HABLARAN
Sin el condicional: hablan. La casa es un documento de identidad. Desde los libros, hasta el orden y la limpieza de las estanterías; si funcionan todas las bombitas de luz, si hay fotos, plantas, luz, aire limpio o caos visual. Las paredes incluso dicen si las personas sufren algún TOC.

Habitar es fundar un espacio propio, porque se quiera o no, uno deja su sello en los lugares: establece una relación con los objetos, los habita, no sólo los usa. Por eso, se entiende que habitar es un diálogo con el entorno que configura y desarrolla la propia identidad.

Zambrano decía que cada casa tiene su melodía, y que sus habitantes marcan el ritmo a los espacios. Lo explica de un modo metafórico, como si las paredes fueran partituras que sólo cobran vida (“suenan”) al habitarse. Cuando uno inaugura casa nueva, los espacios parecen mudos hasta que las personas dan significado a cada rincón. En cierto modo, habitar es hablar a las paredes, y por eso las paredes hablan de nosotros.

 El mes pasado se presentó el primer estudio sobre la contribución del trabajo del hogar -la limpieza, la comida, etc.- en el desarrollo humano. Se llamó Global Home Index, y el objetivo era analizar la valoración de las tareas domésticas, el tiempo que se dedica a ellas, cómo se distribuyen las responsabilidades dentro del hogar, cómo se transmite su valor a los hijos y cómo se las compatibiliza con un trabajo laboral intenso. La idea era evaluar el trabajo que se requiere para crear y cuidar un ambiente de hogar. Los primeros beneficiados del Global Home Index fueron los participantes, porque los ayudó a tomar conciencia del valor social que tiene el trabajo doméstico en el desarrollo de las personas. A veces basta pensar en algo tan básico como la necesidad de cuidar la casa para darse cuenta de la importancia que tiene, o mirar lo devastadoras que pueden ser las consecuencias de la falta de ese cuidado para la relación de una pareja o de la familia.

Hacer hogar, construirlo en el sentido que decía Heidegger, no sólo se refiere a la arquitectura, a la limpieza, al orden, sino a crear un ambiente que permita el despliegue personal. Un ámbito que merece un mayor reconocimiento social, porque se dirige a la ocupación más valiosa de una persona: el cuidado de sus seres queridos.

Las casas dicen de las personas que las habitan quiénes son, cuáles son sus amores, sus intereses, sus gustos, sus hábitos, sus preocupaciones. Hace falta, como los filósofos, reflexionar sobre el papel que ocupa la casa en la vida de cada uno, para después vivirla, disfrutarla y compartirla.

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