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Queremos estar cerca del otro, y cada vez tenemos más medios para hacerlo. En tiempos de chats y redes sociales, existe el riesgo de perdernos; pero también existe la oportunidad de tener las relaciones más a mano, los amigos al alcance y la vida compartida.

Texto: Milagros Lanusse Ilustración: Lu Paul

Abrimos el chat y leemos, ahí en la pantalla, una cadena acerca de los peligros de la tecnología y su tendencia a apartar a la gente. Compartimos por Facebook una reflexión acerca del uso de las redes sociales, y en nuestro Instagram le ponemos like a un post acerca de la pérdida de relaciones reales por el uso desmedido de Internet. En literatura se llama “puesta en abismo”, y en la vida real se acerca a veces a la ironía: un cuadro dentro de otro, dentro de otro, una cadena infinita de autoreferencias, de meta reflexiones y de conexiones que llevan al mismo punto desde el que parten.

Pero entonces apagamos el Ipad y le abrimos la puerta a un amigo que pasó a saludar. Antes se aseguró de que estuviéramos en casa con un mensaje, tan sólo media hora antes. Nos sentamos a conversar y lo que sabemos acerca de la vida diaria del otro sorprendería a cualquier persona diez años atrás. Podemos comentar acerca del estudio médico que nos hicimos, si bien fue de rutina, o de la noche sin dormir de la semana pasada, por la fiebre de un hijo. Discutimos acerca de esa pieza del trabajo que tanto nos costó entregar, o intercambiamos experiencias acerca de la receta que ambos probamos hacer, encontrada en la web por alguno de los dos.

Existe el abuso, pero eso no quita el uso, dicen algunos. Y el uso puede ser muy bueno. En el caso de la tecnología, puede ser un gran aliado de las relaciones si le damos un espacio moderado en nuestra vida. ¿Con cuántos amigos seguimos en contacto, más allá de la distancia o el tiempo que llevamos de amigos? ¿Cuántas reuniones podemos organizar con ayuda de los chats y su instantaneidad? Lo que hablamos en las pantallas puede devenir en encuentros reales y sinceros, sean en grupo o individuales (aún más si se trata de estos últimos). Que habrá siempre intercambio de fotos de poca trascendencia, cadenas sin sustento real, crónicas diarias demasiado específicas e innecesarias, las habrá. Y que existirá siempre el riesgo de que la vida que muestra nuestro perfil no sea genuina, que busquemos mostrarnos de más, que conversemos más con alguien a través de Whatsapp que con el que tenemos al lado, también. Pero también podemos vernos más y más seguido, seguir más de cerca y en detalle la vida del otro, compartir hasta lo más ínfimo de la vida cotidiana, que es parte también de lo que somos y por ende, de lo que nos une a los demás.

Muchos acusan a esta era de ser la de la desconexión. Pero también puede ser la era de verse de modo más espontáneo, de estar presente de forma continua, de encontrar apoyo, sea la hora que sea, de verse las caras después de haberse visto online. Es un desafío de todas las generaciones y que implica superar la instancia de la pantalla. Dejar de mirar cuantos “Me gusta” genera nuestra foto y encontrar más charlas mano a mano que nos gusten de verdad. No buscar los comentarios a las imágenes fuera de contexto que mostremos, sino hablar de forma extendida acerca de lo que vivimos en realidad en los momentos. Darle un enfoque positivo a todo lo que nuestros dispositivos pueden darnos, y proponernos llevar los encuentros un paso más allá. Que no falte el mate, el abrazo, el timbre inesperado o la cena de un viernes en la casa del otro; y que nuestro teléfono nos ayude a procurar todo eso y más. Que ser amigos hoy sea aún más fácil que ser amigos antes, y que nuestra amistad encuentre su paso firme y concreto entre los estímulos intensos a los que nos exponemos.

 

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