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El antiguo relato de Caín y abel ofrece una ocasión privilegiada para comprender nuestra agresividad y la que existe entre los jóvenes.

Texto: Francisco Bastitta

En más de una ocasión propusimos que la raíz de la violencia estaba en nuestras formas de pensar sobre los demás o sobre nosotros mismos. Propongo que intentemos comprender ahora las causas de ese tipo de agresión u hostigamiento tan particular y doloroso que llamamos bullying. Tanto en el ámbito escolar, como dentro de sus propias casas, en las salidas nocturnas y en las redes sociales, los jóvenes están expuestos a este fenómeno socio-cultural tan antiguo y tan actual. Los casos de hostigamiento se repiten a diario –en ocasiones, con consecuencias trágicas–, y a los adultos nos cuesta muchas veces responder adecuadamente.

Quizás pueda ayudarnos reflexionar acerca de aquel a quien se podría considerar, según la tradición judía, el primer bully: Caín, el hijo mayor de Adán y Eva en el relato del Génesis. Cuando es aceptada la ofrenda de su hermano Abel, pero no la de Caín, el texto dice que éste se enfurece y “agacha la cabeza”. Y a pesar de que Dios dialoga con él y le advierte que no se deje llevar por el mal, Caín termina atacando y matando a su propio hermano. Si uno interroga a los jóvenes de hoy, también hablan de compañeros y situaciones que los hacen enojar, aunque no entiendan bien el porqué. La violencia ocurre, como señalaba el psicólogo Marshall Rosenberg, cuando se dejan llevar por sus pensamientos negativos o condenas hacia el otro. ‘Es un traga’. ‘Es muy fea’. ‘No entiende nada’. ‘Es mala persona’. ‘No existe’. ‘Es una chupamedias’. ‘No podés no molestarla’. ‘Teníamos que pegarle’. Nos puede pasar a todos. Rechazamos la fragilidad y la debilidad del otro, excluimos al diferente, nos comparamos con los logros ajenos, porque tenemos miedo a nuestra propia fragilidad, al fracaso, a ser rechazados. Los juicios negativos que hacemos sobre los demás suelen esconder exigencias y auto-juicios interiores, los que nos han hecho, los que nosotros mismos nos hacemos, los que tememos que nos hagan.

Condena circular
Es muy difícil salir de la espiral de violencia una vez que se desencadena. Caín “agacha la cabeza”, baja la mirada porque ya no ve más a su hermano a los ojos. No ve su humanidad ni su belleza: enfrenta a un enemigo.

Tampoco ve su propia humanidad, su amor por su hermano, su necesidad de cuidarlo y de compartir la vida con él. Pero en este sentido todos nosotros podemos ser Caín. Lo somos con desconocidos en la calle, con compañeros de trabajo, con nuestras amistades e incluso con nuestros familiares más cercanos. Y la reacción más trágica que podemos tener frente al que está arre batado por la violencia y hostiga a otros, es la condena y la indignación. Así terminamos alimentando la violencia externa y también la nuestra interior en lugar de reconocerla, entenderla y prevenirla.

En otras palabras, si no salimos al encuentro del violento, si no intentamos comprender y ayudarlo a comprender lo que le pasa, la violencia nunca se va a detener. Nuestra educación muchas veces nos dicta que hay que premiar a los buenos y castigar a los malos, pero ese precepto no puede sino originar más condenas, prejuicios, comparaciones, desigualdad y, por lo tanto, más violencia.

Si no comprendemos estas causas interiores del bullying, tendemos a perpetuarlo. El joven que fue castigado se hunde en la culpa o en la ira. La víctima puede convertirse ella misma en victimaria de otros. Nosotros mismos podemos alimentar formas de violencia al controlar, condenar, catalogar personas y decidir premios y castigos. En el corazón del bully está la misma inseguridad que siente la persona que sufre sus agresiones y el mismo miedo que tiene el que observa desde afuera sin hacer nada. Los tres (víctima, victimario y testigo) necesitan empatía y reclaman ayuda para entender los pensamientos y sentimientos que surgen en cada uno de ellos. Sólo si las reciben podrán levantar de nuevo la cabeza y mirarse uno al otro a los ojos, para encontrar al fin la paz.

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