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Texto y fotos: @gavito_travelling

Son las seis de la mañana en Hanói y como en todo el país el cielo se encuentra cubierto por un manto oscuro que, de a poco, comienza a ceder frente a una nueva salida del sol. La capital de Vietnam es la segunda ciudad más grande del país por su densidad demográfica, y durante siglos fue el centro político de la nación. Vibrante por donde se la mire, su composición sorprende. Motos, templos, puestos de comida callejeros, mercados ambulantes y un intenso tráfico de turistas la convierten en un enclave imperdible en la ruta del viajero por el sureste asiático.

Alistados para disfrutar de un nuevo día y junto a una cálida luz matinal, decidimos partir del hotel y caminar una pequeña distancia hacia la estación central de trenes. Los mercaderes dan sus primeros movimientos y las inquietas moto-taxi nos ofrecen sus primeros servicios. Como de costumbre, el ruido se apodera de esta gran ciudad. Ya en la estación y luego de hacer un gran esfuerzo por comunicarnos, un gentil señor nos entrega los tickets con destino a la ciudad de Ninh Binh, nuestro próximo destino. Ubicada a tan solo 94 km de Hanói y, a no más de dos horas en tren, es reconocida por poseer uno de los escenarios geográficos más bonitos y representativos del país. Arrozales, torres kársticas (famosas formaciones rocosas con puntas redondas y bajas), canales plagados de fauna y una cultura a flor de piel, hacen de este sitio una aventura en sí mismo.

El reloj marca las 7:15. El tren inicia su partida y junto a un millar de pasajeros abandonamos la terminal y nos entregamos a la ruta ferroviaria. Cada parada pone al desnudo la vida cotidiana de sus lugareños, estimulando nuestros sentidos al máximo. La cámara de fotos nos ayuda a congelar esta maravillosa travesía. La media mañana no llega y el tren arriba a destino.

Una pequeña ciudad nos da la bienvenida y con calles poco pobladas, nos adentramos en ella. Luego de caminar y observar distintos rentistas de motos, seleccionamos y emprendemos un animado viaje. El viento en la cara nos alivia y nuestra alegría se hace evidente en cada kilómetro que avanzamos. Las primeras formaciones kársticas aparecen ante nuestros ojos y, como un flash histórico, admiramos el gran resultado químico de una larga erosión milenaria.

La primera visita y punto crítico de nuestro itinerario toma el nombre de Tam Coc. Aquí se concentra el aluvión turístico de donde parten las famosas travesías en barca por entre medio de los arrozales. Basta con esperar unos minutos para tomar conciencia del lugar. Y en eso, una pequeña balsa, comandada por una sencilla y extrovertida vietnamita, nos invita a subir a su nave. La situación nos enmudece por completo. La misma se desplaza con el simple remo de sus pies. Sí, de sus pies. La mujer reclinada a 120 grados en su silla concentra toda la fuerza en sus extremidades y, con la ayuda del agua, nos movemos a una armónica velocidad.

Un pequeño canal nos guía entre medio de los arrozales que brillan en su máximo esplendor. El verde nos hipnotiza y las torres kársticas no dejan de custodiar nuestro navegar. Todo es perfecto, todo está en su lugar. Como si fuera una película rodada en pleno cine, el público guarda silencio y se dispone a contemplar este deslumbrante escenario.

En un recorrido de hora y media atravesamos cuevas repletas de agua, donde es obligatorio agachar la cabeza para no golpearse. Durante unos quince minutos, nuestros sentidos se funden en la oscuridad de la cueva y en el inocente ruido de las gotas saltando de las estalactitas al agua. Volviendo a la luz, el canal nos presenta templos milenarios que descansan a merced de estas aguas mansas. La travesía se arrima a su fin. Cada remada que damos queda guardada en nuestros corazones y las pocas caras que nos cruzamos irradian felicidad.

La humedad se hace presente y los mosquitos asisten a la fiesta. Pero a pesar de ello, reconocemos que el color del lugar es resultado de un todo. Después de navegar los canales de forma ininterrumpida, el viaje termina y nuestros estómagos dan clara señal de que el almuerzo es imperioso. Un salteado de arroz y vegetales se anuncia en nuestra mesa y con pocas palabras de por medio, el alimento se convierte en víctima de nuestros paladares.

Ya en la moto, y con un remanente de tiempo a nuestro favor, nos proponemos a realizar una nueva excursión por el destacado recorrido de Trang An, a menos de 10km de donde estamos. A diferencia del anterior, nos sumamos a remar junto a otros seis pasajeros. Mas cuevas se hacen presente y viejos templos cobran vida frente a nuestra visita. La fauna marina toma mayor relevancia y los pequeños insectos nos acompañan junto a nuestra balsa. Con poco tiempo y a gran velocidad, ya que nuestro tren parte a las 18, retomamos el camino hacia la estación de tren. Nuestros cuerpos cansados pero felices, dicen presente en el andén. Pero una vez allí, una respuesta negativa nos deja sin chances de regresa a Hanoi. Nos sumergimos en el pueblo en busca de una solución.

El tiempo corre y la gente no logra identificar nuestro mensaje, pero al final un joven vietnamita nos alivia indicándonos que conoce la forma de volver. El resultado, después de momentos de incertidumbre, es un pequeño bus local completo de pasajeros, en el cual nos toca viajar acostados en un segundo piso. Suena raro, pero nos sometimos a uno de los viajes en bus más caóticos y poblados de nuestros días.

Con la noche a cuestas y las estrellas iluminando la gran ciudad, nos bajamos en plena autopista y con la suerte del campeón, un taxi frena invitándonos a subir. El día comienza a cerrar al igual que nuestros ojos. Sorprendidos por lo que hemos vivido, nos desplomamos en el cuarto del hotel y junto a nuestra cámara de fotos recordamos lo que fue este grandioso e inolvidable día en nuestra visita por Vietnam.

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