Podcast: Maritchu Seitún

Las pantallas y los adelantos tecnológicos vinieron para quedarse y son maravillosos, pero…

Con la tecnología ocurre lo mismo que en otros temas: vamos permitiendo que se introduzcan ciertos hábitos en nuestros hijos, sin darnos cuenta del “caballo de Troya” que dejamos entrar a nuestras casas. Al mirarlo ingenuamente parece inofensivo, pero adentro está lleno de sorpresas inesperadas.

Desde muy chicos, juegan en nuestros teléfonos, tablets, playstation. Nosotros regulamos el tiempo de uso y los juegos, y con eso nos quedamos tranquilos de que estamos ejerciendo responsablemente nuestro rol de padres.

Pero resulta que se ponen a jugar en red con otros chicos, y nosotros ni enterados. Ahí es cuando aparecen los mensajes; primero entre amigos, lo que parece divertido, aunque si miramos bien, ya empiezan a agredirse o a dejar de lado a alguno. El lugar del líder de esa “manada” a veces lo ocupa el que armó el grupo, otras el que juega mejor… Y para jugar bien hay que jugar muchas horas, y así el bendito caballo de Troya va llevando a nuestros hijos por caminos que ni sospechábamos.

Compiten, se comparan y se dicen cosas fuertes. Las palabras quedan escritas, y otros se suman a esos comentarios: burro, torpe, no sabés jugar, te saco del grupo. En cambio, cuando están en casa con amigos, en el recreo, en la vereda o en la cancha, a las palabras se las lleva el viento, por supuesto que dañan, pero no se eternizan como ocurre con los mensajes escritos.

A diferencia del contacto cara a cara, ellos no ven la reacción del otro ante su comentario: triste, preocupada, angustiada o furiosa. Esa cara o reacción (o la trompada que el otro no dio como respuesta) no le sirven para regular y modular sus comentarios.

Necesitan pertenecer. Si para eso hay que criticar o derribar a otro, mala suerte, lo importante es sobrevivir, quedarse en el grupo. Obviamente todo esto ocurre lejos de los adultos que podrían enseñar, regular, explicar, incluso retarlos.

A esto se agrega que personas desconocidas se hacen pasar por amigos y se meten en sus  juegos y en sus grupos. Los chicos no tienen ni el criterio ni los recursos para darse cuenta de que “soy Juan, el primo de José” no es información suficiente para dejarlo entrar. Estos adultos desconocidos que se acercan en las redes -buscando víctimas para acoso o  grooming-, se aprovechan de la idea “más amigos, más ganadores”. Y así, dejan entrar a cualquiera sin control alguno.

Un tema más y bien complejo: a través de grupos y mensajes, los chicos saben siempre lo que hacen los otros, lo que ellos se pierden, o a lo que no fueron invitados y la pasan mal. No se trata solo de comer sushi, sino de que mis amigas sepan y me admiren o me envidien. Esto puede ser más importante que compartir ese momento en familia.

Los grupos en las redes son para exhibirse, exponerse, invitar a los celos, mostrar lo que el otro se pierde. Es nuestra tarea de padres que vuelvan –o empiecen- a disfrutar de lo que hacen y que puedan hacerlo sin estar pendientes de la pantallita, ni se apuren para contar a sus amigos lo que están haciendo ellos.

Nosotros no somos nativos digitales, y a menudo somos ajenos a lo que ocurre delante de nuestras narices. Estemos atentos para ver qué tipo de uso le dan nuestros chicos a las pantallas y enseñemos pautas de conducta, que son las mismas de nuestra infancia: la moral y la ética no cambian.

Sin olvidar que somos modelo, disfrutemos del presente, dejando de lado también nuestros múltiples grupos para disfrutar de una sobremesa, de una charla con los chicos, de una vuelta en bici, de una película…