Varanasi es famosa por ser la ciudad de la oscuridad y de la muerte: los ancianos peregrinan a este punto del mapa para morir en paz y miles de familias se acercan a este lugar sagrado para despedir a sus seres queridos, antes de sumergir sus cenizas en el Río Ganges. Pero la ciudad más antigua de la India (¡y una de las más milenarias del mundo!) también es conocida como “Kashi”, que quiere decir “luz eterna y radiante”.  Y es esa luz tan especial la que atrae a millones de peregrinos y viajeros dispuestos a descubrir qué hay detrás de esta ciudad sagrada en donde el final de la vida se celebra cantando.

Texto y fotos: Sofía Stavrou 

Son las cinco de la mañana en Varanasi, pero parece el comienzo del mediodía: la ciudad está despierta, las familias se acercan a la orilla del Ganges para sumergirse en el agua sagrada y rendir homenaje a Surya, el dios del sol. Según la creencia religiosa, el agua limpia los pecados y purifica el espíritu.

En la canoa me acompaña el guía y un barquero joven. No me animo a mojar ni siquiera las manos; dicen que es uno de los afluentes más contaminados del mundo. La consistencia es espesa y oscura, el reflejo es brillante y por momentos tengo la sensación de que estamos remando en petróleo. De repente, las familias se dispersan y cada uno se concentra en su tarea sagrada: algunos miran al cielo con los ojos cerrados y abren los brazos, las mujeres lavan y ezcurren sus saris de colores y los chicos saltan al agua desde los ghats, las escaleras de piedra. A pesar del movimiento constante de la orilla, es como si el Ganges no respirara; en la profundidad se mantiene calmo y el reflejo de los primeros rayos de sol hace que el brillo del agua parezca un efecto mágico.

Millones de ancianos se acercan a la ciudad santa simplemente para vivir sus últimos días y morir. Familias enteras viajan distancias absurdas atravesando el país, transportando el cuerpo de un ser querido para despedirlo en el Ganges y liberarlo del ciclo de las reencarnaciones. Los ghats de Manikarnika y Harischandra son los crematorios principales. Pasamos cerca con la canoa; es más difícil respirar de éste lado porque el humo es denso y me hace picar la garganta.

El guía me cuenta que la casta más impura de India, los Dom, son los responsables de llevar adelante el proceso de cremación de los cuerpos. El fuego se mantiene prendido hasta que sólo queden cenizas, las que luego son arrojadas al río en una ceremonia íntima. Los más pobres sólo alcanzan a comprar apenas un puñado de polvo de sándalo, mientras que los más ricos pueden darse el lujo de pagar una hoguera completa de maderas para incinerar el cadáver del familiar. Si el cráneo estalla por la presión del calor, la creencia hindú afirma que inmediatamente se libera el alma al cielo. De lo contrario, le corresponde al miembro más importante del grupo la tarea de abrirlo él mismo una vez que el fuego se halla apagado.

Aproximadamente llegan a quemarse 500 cadáveres por día, pero no todos los cuerpos se incineran: los santos, las embarazadas, los leprosos, los que fueron picados por una serpiente o simplemente los que viven en la calle y no tienen familia, son arrojados directamente al río.

Aunque así lo parezca, Varanasi no es sólo el Ganges. Hay pasadizos con más de 3.000 años de antigüedad entre las calles de la ciudad, que si bien a primera vista parecen rincones abandonados (y nada amistosos) la curiosidad termina ganándole al miedo. Veo las puertas y las ventanas sobre las paredes viejas y es como si nadie viviese ahí adentro: hay figuras de los dioses hindúes incrustadas en la piedra, la basura está acumulada a lo largo de las calles y en las esquinas; las ratas y los cuervos se ocupan de hacer desaparecer los restos de comida. De lejos puedo ver las cúpulas del templo hindú más importante de la ciudad.

Entre los turistas se conoce como el “Golden Temple”, por sus techos recubiertos de oro, pero su verdadero nombre es Vishwanat. La entrada no está permitida y hay militares alrededor de los muros: después de los últimos enfrentamientos brutales entre hinduistas y musulmanes en el año 2002, las ametralladoras en guardia alrededor de los templos son parte de la postal.

Al atardecer vuelvo a embarcarme para despedir el sol, siguiendo la tradición hindú. Cierro los ojos a medida que avanzamos y me concentro en el ruido de los remos contra el agua. Se escuchan algunos pájaros, de lejos, y los últimos cantos de las cremaciones.

La energía del lugar, sin dudas, es intensa. Cuando empieza a oscurecer, varios jóvenes vestidos con túnicas de seda brillante encienden el fuego de los triángulos para dar comienzo a la Puja, la ceremonia más importante en honor a la Madre Ganga. Los barcos de turistas y religiosos se agrupan en la costa para ver de cerca el ritual. Las personas están atentas: algunas cierran los ojos y parecen rezar. Ya no hay silencio: suenan campanas y se escuchan los cantos rituales mientras los protagonistas de la ceremonia  bailan entre triángulos de fuego que giran por el aire.

Mis compañeros de barco me ofrecen una vela adentro de una flor como ofrenda sagrada. El agua, de repente, comienza a llenarse de llamas flotantes. Miro al cielo para descansar la vista. Busco algún punto de luz, pero no hay estrellas en Varanasi. La nube de incienso es espesa y la oscuridad allá arriba es como si me dijera que, en realidad, todo está pasando acá abajo, en el fondo del río, en donde millones de vidas pasadas me recuerdan en silencio que estoy viva.