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Muchas personas estarían de acuerdo en que nuestra actual postura ante la vida es mucho más sincera, más “auténtica” que en épocas pasadas, a las que se tilda de “hipócritas”, o “mojigatas”. Pero, ¿es sincera esa crítica o esconde algo más?

Texto: Pablo Marini

En efecto, muchos consideran, por ejemplo, la hipocresía del siglo XIX como indiscutible, aunque si uno se para a pensar un poco, comprenderá lo difícil que es atribuir con veracidad a todo un siglo una actitud espiritual tan elaborada como es la hipocresía. Pero resulta que esta atribución es muy atractiva para el hombre moderno. Y esto por dos razones. La primera, porque proyecta la ilusión reconfortante de un progreso moral: “El siglo XIX era hipócrita, pero el nuestro no. Hemos mejorado, hemos dejado de ser hipócritas”.

La segunda razón nos parece todavía más cuestionable. ¿Qué es la hipocresía? La palabra viene del griego y significa algo así como “responder con máscaras”, “disfrazarse”. Sería la ostentación insincera, falsa, de determinadas virtudes que no se corresponden con la auténtica índole del interesado, ni con sus acciones. Naturalmente, no se puede discutir que en el siglo XIX hubiera personas con esta duplicidad. Pero en esto no se diferenciaría mucho de otros siglos. Lo que ocurría en ese siglo en relación con el tiempo nuestro es otra cosa. Con todas las limitaciones que se quiera, fue un siglo en que regía una moral, una escala de valores, unos ideales. Y es muy propio de la deteriorada naturaleza humana no alcanzar a cumplir el ideal moral cuando éste es alto. Y también es muy propio de esta naturaleza humana avergonzarse de ello y ocultar sus fallos. Pero esto no es hipocresía. Es debilidad y vergüenza de esta debilidad. Esto lo analizaba con gran perspicacia ese gran filósofo católico del siglo XX que fue Dietrich von Hildebrand (1889-1977): “La persona que se esfuerza y no logra vivir conforme a ellos [los principios que reconoce moralmente rectos], es una indicación clara de su sinceridad.

Lo que es verdaderamente insincero –y lo que es, ciertamente, típico de nuestra época– es que los hombres traten de adaptar la verdad para que se acomode a sus acciones, es que traten de tomar su conducta de facto como la norma decisiva, y nieguen la validez de las leyes morales, porque no han logrado vivir conforme a ellas”. Otro grave error es creer que una persona que se ha hecho moralmente ciega y que actúa de manera abiertamente inmoral, es más sincera que la que trata de ocultar ante los demás su inmoralidad.

Indudablemente, es deplorable que las personas oculten sus actos inmorales únicamente porque tienen temor a la opinión pública. Pero el hombre, por ejemplo, que no ve nada malo en la promiscuidad sexual y que habla desvergonzadamente de ella, no es mejor. No es ni sincero ni honrado. Hay que hacer notar que el llamado “hipócrita victoriano” delataba en su misma hipocresía un respeto indirecto hacia los valores morales. Eso no debe hacernos jueces implacables de los demás ni dejar de reconocer las veces que nos olvidamos de nuestros principios en la concreción de nuestros actos. ¡Cuántas veces hemos podido identificarnos con aquello de Ovidio: “Video miliora proboque, Deteriora sequor”! (“veo la mejor opción y la apruebo, pero elijo la peor”), Metamorfosis, VII, 20.

Y finalmente, como concluía von Hildebrand, en realidad hay una razón perfectamente buena para ocultar de la vista de la sociedad nuestros pecados. Nos hallamos en la obligación de evitar dar mal ejemplo o escándalo a los demás. Esto no tiene parecido alguno con el caso de Tartufo de Molière: el pícaro que santurronamente asume el papel de una persona verdaderamente virtuosa, con la finalidad de engañar a otras personas que se sienten atraídas por su aparente virtud. éste es un caso extremo de insinceridad. La sinceridad antitética, en este caso, no hay que buscarla en el pecador desvergonzado que no siente necesidad alguna de disimular sus pecados, sino en el hombre virtuoso que –por humildad–oculta sus virtudes.

Y para enfrentar esa hipocresía moderna no olvidemos lo que advertía el papa Juan Pablo II sobre la eficacia del testimonio personal coherente: “Nuestro tiempo no necesita tanto de maestros sino de testigos”.

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