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tocar-el-sueo

Texto: María José Campos Arbulú – Ilustración: Nicolás Bolasini

Nos reunimos con un grupo de jóvenes un miércoles a la noche para charlar sobre una ilusión compartida pero lejana, más parecida a una leyenda que a un proyecto financiero. Durante una hora y media sentimos el peso ficticio de esa llave que aún no está en el bolsillo.

Tres días atrás, un mensaje de Whatsapp hizo vibrar mi bolsillo en el colectivo rumbo a casa después del trabajo: “Necesitamos conocer tus ideas, ¿nos ayudas?”, decía el mensaje. La invitación seguía con un remato que hizo rugir mi estómago: “te invitamos a una picada para compartir una charla diferente.” Con un “Voy”, reservé mi lugar.

#DóndeEstoy
Una gran picada nos congrega. Allí, doce desconocidos en torno a un tema que de alguna u otra manera nos compete: el del acceso a la casa propia. Primero, un silencio un tanto incómodo, la duda de haber hecho bien en asistir o si acaso no estaríamos mejor en casa viendo la novela de las 21. Pero acá estamos, sentados en el living, mirándonos las caras. Y empieza el encuentro.

En los últimos meses los diarios ofrecieron numerosas notas sobre la dificultad que tenemos los jóvenes para acceder a la vivienda: estadísticas, cifras, porcentajes y cuadros de todo tipo esclarecen que el problema es real, actual y muy cercano: “Los bancos destinan solamente el 8% de sus préstamos a créditos hipotecarios”; “para acceder a un crédito hipotecario es condición indispensable contar con el 30% del valor total de la propiedad elegida”; “dos sueldos de $13.000 no le permiten a una pareja de profesionales pedir un crédito a 20 años para un monoambiente en Constitución”; “una familia de clase media alta necesita 17 años para comprar un departamento estándar de 60 m2 en la Ciudad destinando un tercio del ingreso mensual”; “en la Ciudad, una de cada tres familias tiene que alquilar el techo.” Son extractos de las notas que levantaron Clarín y La Nación en la primera mitad del año, acompañados por titulares un tanto desanimados: “La casa propia, imposible: la cuota mensual de los créditos ya equivale a 5 alquileres”, “Ya descarté comprar una vivienda”, “La clase media necesita 34 años para acceder a un departamento”, entre otros varios.

El debate que nos reúne entonces no tiene que ver con la veracidad de la situación sino con la vivencia propia de los protagonistas que encarnan esta problemática. Entonces –pienso– estamos acá representando a todo un grupo social que busca pero no encuentra. Una porción de la pirámide que ha perdido la esperanza en una propuesta a su medida. Jóvenes que conocieron la historia de sus padres y abuelos, de su lucha por avanzar y reducir la distancia que los separaba de la casa propia, objetivo que lograron con el sudor de su cuerpo, y que hoy cuentan orgullosos sentados en el living de aquél premio irrevocable.

#EnMiOpinión
Somos doce jóvenes de entre 20 y 35 años, hambrientos –lo prueban las 24 manos que se cruzan llevando quesos y fiambres– entre risas, chistes y discusiones que por momentos parecen irreconciliables, pero no lo son. Somos diferentes pero parecidos, todos crecimos en distintas localidades de una Buenos Aires grande y diversa. La principal similitud, sin embargo, tiene que ver con la manera de opinar sobre este tema: un profundo escepticismo con respecto a la posibilidad de acceder a la propia casa.

Empezamos el debate con un juego: cada uno debe defender una frase relacionada con la vivienda. El primero en hablar es Juampi (26) -estudiante de Derecho que vive con su familia en Vicente López-: No hay que empezar la casa por el tejado, lee y comenta: “Es cierto, no podés empezar el proyecto de la casa propia pensando el color de las paredes, hay que ser realista, ver lo que uno tiene a mano, la plata con la que se cuenta. Santiago (27) trabaja en Eidico y vive con su familia en Victoria, elige la frase Para conocer a la gente hay que ir a su casa: “La casa es el lugar adonde uno debería sentirse más cómodo, es donde llegás, te tirás y sentís ese ‘llegué a casa’, el lugar adonde sos persona en plenitud”. El juego sigue, nos divertimos y de a poco nos acomodamos en los sillones del amplio living de la calle Bermejo. No queda más Brie en la mesa y los vasos piden refill.

#Aspiraciones
Son las 21.30 y en la pantalla de la computadora resalta una palabra. Nos piden que pensemos cuáles son nuestros proyectos; nos preguntan si estamos satisfechos con el camino recorrido, cuál es nuestro plan actual. La palabra es ASPIRACIONES y las preguntas, ésas que descolocan y que están más presentes a medida que pasan los años.

Recibirse, viajar, comprar un auto, crecer profesionalmente, consolidar la familia, empezar algo propio, trabajar en algo social, tener una experiencia en el exterior… éstas son las prioridades más compartidas. “Lo primero a lo que podés aspirar hoy con tu plata es a un viaje, hay muchas cuotas”, explica Lau (24) –periodista que vive con sus padres en Boulogne– y sentencia: “Es el primer bien accesible al que podés llegar; después al auto, y con suerte a un alquiler.” “Además es como un ‘dejar tu casa’. Es la primera vez que te alejás de ella un rato”, plantea Juampi. “Me parece que depende de la edad: si tenés 23 pensás en un viaje, ahora, si tenés 30 pensás en dónde asentarte con tu familia, en un lugar para tus hijos”, interviene Anita (28) –es maestra en dos colegios, está casada y alquila en Boulogne-, y agrega un tanto desanimada: “Yo no debería quejarme porque estoy viviendo en un departamento de dos ambientes, no puedo pedir más, pero la necesidad de tener algo propio existe y hoy no me alcanza ni para un crédito”.

#Necesidad
“Cada vez que veo un cartel de una casa en venta, llamo”, cuenta Clari (29) –está casada, vive en San Fernando y acaba de tener su primer hijo– y agrega: “Todavía no encuentro el lugar adonde vamos a poder seguir agrandando la familia”. Julio (30), que hace tres años alquila un dúplex en Beccar, opina que una de sus metas más claras es conseguir su propia casa y asegura que le llevará muchos años hacerlo. Habla de formar una familia y de empezar un emprendimiento propio. Por otro lado, Rocío (25) –oriunda de Benavídez y recién casada– sueña con que llegue el día en que finalmente pueda construir una casa en su lote, en el barrio San Ceferino, de Eidico. Explica que, a pesar de lo que muchos piensan, no es imposible armar una vida en un lugar diferente a donde uno se crió: “Si te mudás a otra zona te hacés amigos nuevos, cambiás el carnicero, el panadero… lo hacés por tu casa.” Su declaración desata un debate: “Yo quiero vivir donde están mis amigos y mi familia”, opina Santiago.

Luego Flor retruca, “viviendo lejos cortás los programas espontáneos”. Y Sofi pone en palabras lo que muchos estamos pensando: “me gusta mucho la vida de barrio”. Yo sigo en silencio el rebote de respuestas, coincido con varios si no es con todos los comentarios.

Santiago cuenta que su hermano se fue a vivir a Manzanares hace un par de años, sin conocer a nadie en esa zona. Convenció a dos de sus amigos y se fueron las tres familias para allá: “Hoy están felices, instaladísimos, y nosotros vamos a verlo los fines de semana. Se alejó, pero ganó la casa propia, serán 30 minutos más de viaje y $100 más de nafta, pero otra vez… ganás la casa”. Brian (23) –que vive en Devoto con su familia, estudia en Ciudad Universitaria y trabaja en Belgrano– está pensativo hace un rato. Aprovecha el silencio para expresar su postura medio acostado desde el sillón: “No tenemos cultura del esfuerzo, quizás si pudiéramos mudarnos solos tampoco lo haríamos por lo que implica sacrificar. Si yo estuviera más cómodo en mi casa pensaría en invertir en viajes y estudios, y no me rompería tanto el bocho buscando departamento.” Desde la otra punta del lugar, untándose un dip, Santi comenta: “Es un tema recurrente con mis amigos, para nuestros viejos no era imposible conseguir la casa, se mataban por conseguirla pero no era imposible. Nosotros que vimos lo que ellos alcanzaron y que queremos llegar a eso, nos damos cuenta de que es inalcanzable: nos dieron casa con jardín, colegio privado, auto… es imposible.” Alguien pregunta si no es verdad que somos una generación inconformista y retumba un “sí” general. “Nuestros papás se recibían, se casaban sin un mango y sin experiencia intermedia de estudio o viaje afuera”, acota Lau y luego agrega: “Yo priorizo ciertas experiencias que no me quiero privar.” A su lado está Sofi, que asiente con la cabeza y opina: “Mamá no pensaba en viajar, ahorraba para el lavarropas. Hoy no es así…”.

Julio dice que este inconformismo tiene que ver con que vivimos con millones de opciones y posibilidades para elegir: “vamos de laburo en laburo, siempre estamos buscando, mirando cosas y dudando de si conviene seguir moviéndonos.” Jovi (26) –está casada, tiene una hija y alquila un departamento en San Isidro– interrumpe: “Me preocupa estar siempre moviéndome, siempre en búsqueda de la felicidad y no encontrarla nunca.” Un silencio aparece y muchos de los presentes revisamos si hay algo nuevo en nuestros teléfonos.

# HastaAcáLlegué
Julio cuenta que cuando cumplió 27 años, apretaba los puños cada vez que en su casa escuchaba el grito “a comeeeer”. Ese llamado que supo ser una invitación a la mesa familiar se convirtió en una cadena corta y pesada, y finalmente, en la patada hacia su independencia. Santiago, ríe y comparte: “Yo vivo con mis viejos, estoy muy cómodo, hasta tengo tele en mi cuarto. Es como vivir en un departamento. Pero pienso en irme a vivir solo cuando viene mamá y empieza con la pregunta ‘¿volvés a comer hoy?’” Jovi se agarra la cabeza y revela: “Pienso en mi casa propia cuando se rompe algo de la casa alquilada, no me gusta invertir en algo que no es mío.” Y Flor, en una situación muy parecida, alquilando un dos ambientes en la misma localidad plantea: “Cuando veo amigos con su propia casa pienso  ́pucha, que ganas ́… pero sobre todo pienso en mi casa el día de ir a pagar el alquiler”.

¿Por qué no?
La charla sigue; y yo, sin hablar. No pensé que había tanto alrededor de este tema que anulé por considerarlo fuera de mi alcance. Empiezo a preguntarme si realmente es imposible, si no estoy perdiendo el tiempo con gastos que distraen, si acaso estoy exigiéndole demasiado a la vida sin hacer un esfuerzo realmente importante. Pienso en mis papás, en mis amigos que ya viven en su casa… y en mis últimos resúmenes de cuenta. Quizás heredé el “es imposible” sin tratar de desafiarlo. Sin embargo, en otros aspectos de mi vida sigo confiando en que todo es posible para el que emprende un proyecto con inteligencia y decisión. ¿Por qué dejé de pensar en la posibilidad de caminar hacia mi propia casa?

Somos una generación disconforme, es cierto, y tenemos motivos de sobra para serlo en una economía tan inestable y un contexto poco amigable, pero es lo que nos toca y debemos hacerle frente. Si nuestros abuelos pudieron hacer patria en una tierra desconocida, si nuestros papás sacaron adelante una familia empezando desde abajo, subiendo escalones, atravesando crisis económicas de lo más variadas, y superando fracasos… ¿nosotros no vamos a poder encarar un proyecto financiero?

Vuelvo a casa cansada, se hizo un poco tarde. Me llevo varias preguntas y una reflexión: con respecto a considerar la casa propia como un objetivo IMPOSIBLE… creo que ya no estoy tan de acuerdo.

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