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La historia de la Hermana Guadalupe en la guerra de Siria.

Texto: Milagros Lanusse

Ella cuenta la historia de la guerra de otro modo. En su relato no hay campos de batalla ni drones inteligentes, ni superagentes internacionales que desmantelan carteles poderosos o salvan ciudades enteras del ataque de “los malos”. Su historia es la historia de la gente, de la calle, de la ciudad sin agua y a oscuras, de los chicos que van a la escuela entre escombros y bombas, coleccionan balas y festejan llegar vivos al final de la cuadra. Ella regala imágenes de familias comunes, sentadas frente a la mesa a la luz de una vela y bajo el ruido constante de los misiles que caen unas cuadras más allá; de chicas que estudian para exámenes que no saben si van a poder rendir, y parejas que se casan en iglesias bombardeadas, a la luz de las estrellas porque no hay techo que medie entre ellos y el cielo.

Y por eso su historia interpela. Porque es la guerra cotidiana, y no la grande, la que cuenta. Porque invita a mirar de cerca en los corazones de la gente que la sufre sin opción, que la padece en su propia casa y no en un campo de batalla anónimo. En las calles de siempre y en las actividades de siempre. La bandera de los que sufren no es otra que la de su fe cristiana, y enarbolan su creencia aún sabiendo que eso les traerá la muerte. No van armados, pero luchan como guerreros entrenados, cerrando los puños y aguantando el dolor, sin rendirse ante la fuerza del que quiere verlos caer. Son fieles hasta el calvario, como lo fue con ellos el hombre en el que creen.

La hermana Guadalupe vivió tres años en ese aire de amenaza y compartió esas mesas de comida escasa y mucha esperanza. Alepo la había recibido en medio de una paz que ella venía deseando luego de más de diez años de trabajo de misión en Egipto. No hizo más que llegar y estalló la guerra en su mismísima puerta. Vio entonces cómo aquél pueblo pacífico se levantó de sus primeras heridas para hacer frente a las amenazas, llenar iglesias, trabajar más duro, estudiar más horas, jugar con más ganas, sonreír más seguido, cocinar de noche si llegaba la luz, compartir lo poco que se tenía y darle a lo material un lugar secundario en sus almas.

Su libro es una invitación a revisar nuestras batallas y el grado de ilusión y fe con los que entramos en combate todos los días. Una mirada aguda al sentido de nuestras acciones, de nuestras palabras, de nuestros modos de pensar, y una sutil propuesta a revisarlos bajo una luz nueva, ante todo agradecida y profunda. Ella pone a los cristianos perseguidos como ejemplo claro de una vida vivida en serio, centrada en el HOY y en lo real, fuera de toda superficialidad banal y de ambición. Gente que vivía en grandes casas, con coches y servicio, que debió aprender a juntar ramas de los árboles para hacer un fuego de noche, a comer solo vegetales enlatados y a caminar esquivando las balas. Gente que encontró un sentido de vida diferente en medio de una ciudad sitiada y un fusil en cada esquina, que perdió todo y de ese modo, encontró mucho más.

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