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Cuenta la historia que había un chico malo que robaba por las calles de Tigre. Cuenta la historia que ese chico se dedicó a robar y hacer las cosas mal durante un largo tiempo. Cuenta la historia que a los catorce años caminaba por las veredas de Cazón y poco a poco se iba ganando enemigos; ya lo habían fichado: “es ese”. “Ese” es este chico malo que se dedicó a robar y a robar, a hacer las cosas mal hasta caer preso.

Texto y Fotos: Federico Gallardo

Cuenta la historia que le robó tantas pero tantas veces a una misma persona (que tenía un local sobre las mismas veredas que él solía caminar) que esta persona lo esperaba con un sobrecito con plata. Así funcionaba la cosa, ya no hacía falta ni asustar con una pistola, ni entrar a los gritos porque se había formado una “relación”, una relación angustiante, desesperante, aterradora, que lo único que generaba era pánico. Una vez por semana, este chico pasaba a buscar su sobrecito. Lo había tomado de punto. Y al chico no le importaba nada, le robaba sobrio, drogado, con amigos, solo, al lado de la policía. Ya no le importaba nada. Esta persona llegó a implorar para que el chico se muriera, para que no lo molestara más, para que se fuera de este mundo.

Resulta que este chico cayó preso, no por esta “relación” con la persona que tenía el local, sino por otra causa. Fue de cárcel en cárcel hasta caer en una unidad en donde descubrió un pabellón que los transformó. Lo invitaron a jugar al rugby dentro de ese pabellón, en un equipo llamado “Los Espartanos”. Le gustó y se quedó ahí. Esa gente que lo había invitado (presos como él) se transformó en su familia. Este chico, gracias al rugby encontró a Dios, según él estaba detrás de la pelota ovalada.

Pasaron los años y su corazón se fue transformando, tanto el de él como el de su familia. Pasaron los años y le fue quitando las capas de dureza a su corazón; con el tiempo se fue ablandando. Hasta llegó a llorar, cosa que no había podido hacer ni con la muerte de su hermana. Tan blando se puso su corazón que un día le tocó salir en libertad y lo hizo en paz y con tranquilidad.

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Al poco tiempo, volvió a la cárcel a rezar con los presos y a contarles a todos cómo “andaban las cosas en la calle”. Siguió entrenando, siguió jugando con sus ex compañeros y, lo más importante, siguió rezando. Tuvo la suerte de poder viajar a Roma de la mano de algunas personas que daban una mano con el rugby en la cárcel. Tuvo la suerte de poder estar cara a cara con el Papa Francisco, y hasta tuvo la suerte de poder regalarle la “Virgen del Rugby” a Su Santidad. Volvió a la Argentina, después de semejante viaje y lo primero que hizo fue ir a rezar con sus ex compañeros a la cárcel. Les contó cómo fue el viaje, lo lindo que era Roma y lo impresionante que fue estar frente a frente con el Papa. Les contó todo eso, pero no contó algo que hizo este chico malo que en realidad ya era sólo un chico bueno.

Cuenta la historia que al llegar este chico de Roma, sufrió un cambio, algo dentro suyo que le enseñó a ser más humilde y a sentirse de igual a igual con el otro. Tanto que llegó a perdonar a las personas que le hicieron daño en su vida. Pero algo le faltaba: ser perdonado. Entonces pensó en aquella persona a la que hacía más de diez años le solía robar todas las semanas, pensó en aquella persona que le solía dar un sobrecito, con la que había formado una “relación”. Fue a Tigre, a caminar las mismas veredas que hacía mucho tiempo no caminaba. Tenía la necesidad de estar de igual a igual, sin “un fierro”, con esta persona a la que tantas veces le había robado. Faltando pocas cuadras sintió un poco de miedo, pero se armó de valor y “se mandó”. Lo primero que hizo esta persona fue abrir los ojos grandes, muy grandes y agarrar la caja. El chico se acercó y tuvieron una conversación.

Cuenta la historia que fue algo así:

“¿Todo bien?”

“Sí. ¿Qué necesitas?”.

“Te la voy a hacer cortita, vengo a pedirte disculpas. Yo sé que a vos te robé, te hice pasar malos momentos, a vos, a tu mujer y a tus hijos. Económicamente te arruiné. Sé que habrás pasado momentos difíciles cuando yo me iba, pero te vengo a pedir disculpas. Te digo la verdad, no tengo plata para devolvértela ni laburando toda la vida porque te robé una banda de veces. Lo único que tengo para ofrecerte son mis disculpas, de corazón. Todos somos humanos, nos equivocamos. Pero ahora me siento más hombre pidiéndote perdón… Y tengo un Rosario para regalarte, esto fue bendecido por el Papa, vengo de allá…”

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Y esta persona no pudo contener las lágrimas, no podía parar de llorar…
Cuando se estaba dando esta situación, entró una señora que estaba pidiendo monedas en la calle y este chico se acordó de él mismo diez años atrás, sacó algunos pesos que tenía en el bolsillo y se los dio. La señora se despidió con un “gracias, que Dios te bendiga”. Él, al escuchar eso le dijo “¿Que Dios me bendiga? Tomá, a vos también te regalo un Rosario, y ahora vas a tener que rezar”. Y se fue.

Según él, lo hizo en silencio porque sólo necesitaba que esta persona se enterase de que estaba arrepentido; esta persona y Dios. Él ya creía que Dios lo había perdonado porque le dio otra oportunidad, una nueva vida, pero faltaba el perdón de esta persona.
Este chico ahora puede caminar tranquilo por las veredas de Cazón, por la puerta del local de esta persona y ya no tiene que agachar la mirada ni mirar para otro lado.

Cuenta la historia que había un chico malo, que conoció el rugby, conoció a Jesús, conoció a Los Espartanos y volvió a ser lo que realmente fue toda su vida pero él no lo sabía, un chico bueno.

PD: gracias por enseñarme en este viaje todo lo que me enseñaste, gracias por mostrarme a Jesús en cada gesto que tuviste desde que te conocí, gracias por tu humildad, tu sencillez, tu alegría y tu esfuerzo por tratar de ser mejor persona, me contagiaste, amigo. Te aseguro que ya lo sos y, lo más importante, sos instrumento de Dios. Gracias.

Más información:
 Federico Gallardo  /  www.gallardof.com

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