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Papa-Nota-Web

Texto: Milagros Lanusse | Ilustración: Nicolás Bolasini

Un viaje a la tierra del Papa y una reflexión acerca de sus dos años en Roma. El hombre que hizo volver a hablar al mundo de Dios, que refleja en su vida, obra y palabras el mensaje original que trajo Jesús.

Un hombre vino para cambiar la historia y dividirla en dos. Vinos para contarle al mundo que Dios no se había olvidado de él, y para proponerle un nuevo trato de amor y cercanía. Nació en Belén en una familia pobre y se rodeó de amigos pobres. Caminó los pueblos, habló con el corazón y quiso mucho a cada persona con la que se cruzó. Comió en las casas de sus conocidos y de los no tanto, visitó a enfermos y a gente de fama débil. Sus palabras revolucionaron hasta lo más hondo; alegraron, consolaron, sorprendieron, sanaron.
También molestaron, incomodaron y dieron de qué hablar por siglos. El hombre fue juzgado y condenado, y hasta traicionado por sus propios amigos. Se creó una comunidad de gente que eligió seguirlo, que se propuso imitar su vida y practicar sus enseñanzas. Empezó con algunos pescadores, hombres toscos y simples, pero aguerridos. El mensaje se contagió y alcanzó esferas impensadas; la comunidad creció y se complejizó en tipo de personas, en palabras, en fines, en medios; se profundizó su estructura, sus ritos, su alcance. Gente del mundo entero asumió el mensaje de esta comunidad y del hombre que la inició, y decidió vivir una vida acorde a sus propuestas. Algunos lograron vivirlas a fondo, y se los llamó santos. Son los que alcanzaron en vida a ese Dios que se hizo hombre.
Unos dos mil años más tarde, luego de que la comunidad acertara y desacertara por siglos, un hombre fue elegido para guiar los pasos de esa Iglesia que contaba en su prontuario con todo tipo de experiencias, testimonios, ausencias e intentos; un hombre común que venía de un país al Sur. La gente se sorprendió como si se tratara de alguien fuera de esta Tierra y su gestión revolucionó al mundo de su tiempo. Alcanzó tapas de revistas y seguidores de todas las comunidades. Y ante esto, él nunca alteró su temple ni su fuerza.
Francisco repasa la historia y observa la reacción de la gente frente a él. Mira sus zapatos, andados y gastados, su ropa limpia y sencilla, sus manos despojadas de joyas y llenas de historias, y piensa. Piensa en ese primer hombre, el de Galilea: en sus sandalias, en su ropa, en sus manos. Piensa en la pobreza que lo rodeaba, en su simpleza, sus palabras, su ternura, su sonrisa. Y revisa el mensaje que dejaron asentado los amigos de aquél hombre, el relato de sus gestos y palabras, tan bien conservados en los Evangelios. “Pero si es que Jesús siempre habló de amar a los pobres, de ser humilde, de alegrarse ante la vida, de denunciar las injusticias, de envangelizar, amar… ¿O será que leí mal?”.
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Fidelidad en la tierra del imperio
Llegué a Roma con el alma cargada de expectativas que otros habían puesto sobre mi viaje: “vas a ver a Francisco, qué lindo, qué suertuda, qué regalo”. Llegar a la ciudad del Papa cuando el Papa es coterráneo es algo diferente que llegar cuando el Papa es otro. Será que uno se siente un poquito dueño de ese milagro que todo el mundo observa hace casi dos años, como si ser argentina me diera algo especial respecto de todos los demás que habitan y visitan Roma.
Pero llegué y el Papa era mil cosas antes que argentino. Sí, es verdad, era argentino, pero antes era un signo sin patria, un nombre digno en cualquier idioma, un amigo de la gente, de TODA la gente. Y Bergoglio no era Bergoglio, sino Francisco. Y Francisco era algo que se respiraba en el aire, que abundaba, que todos sabían, conocían, tocaban y vivían. Roma era un poco menos Roma, un poco menos Imperio y un poco más ciudad de historias, un poco menos capital y un poco más rincón cálido para pasear y disfrutar. Como si hasta la impo- nencia de edificios y monumentos bajara un poco el perfil ante su nuevo líder. Y Roma no era la misma Roma que yo había conocido siete años antes.
Era sábado y no veríamos al Papa hasta el siguiente sábado, en la audiencia que daría para los participantes del III Congreso Mundial de los Movimientos Eclesiales y las Nuevas Comunidades, del que participábamos con mi marido y mi hija de un año. Esa semana aprovechamos para caminar la ciudad casi sin entrar en edificios ni museos, y para hablar con gente que aquí y allá tenía algo para decir (casi todos tienen algo para decir de Francisco en Roma, y casi siempre es algo personal, que toca sus vidas en forma particular).
Fuimos a visitar a nuestro viejo amigo Edu, sacerdote de nuestra diócesis, que vive allá hace un par de años, y hablamos de todo. Nos puso en contexto de mucho de lo que se vive en el Vaticano respecto del “nuevo Papa”, entre la gente del pueblo y entre la gente de la curia. “Acá muchos se sorprendieron de que el Papa hablara de ir a los márgenes de la sociedad, como si fuera algo nuevo; abren los ojos como si estuviera diciendo algo inédito. Quizás en la Argentina estamos más acostumbrados, porque tenemos un sentido social muy despierto. Pero no en todo el mundo es así”.
Las palabras de Edu, en medio de un café caliente en el Colegio Argentino, donde viven muchos curas de nuestro país, me despiertan en la mente miles de pasajes del Evangelio de Jesús, en los que se relatan gestos que él tenía con la gente, o palabras que decía. Pasajes que he escuchado mil veces desde que soy chica, que he imaginado y hasta he visto representados o en películas de cine. Enseñanzas que he incorporado, tomado como obvias, y olvidado. Mensajes que alguna vez me tocaron el alma y que de tanto volver a escuchar, se volvieron vanos.
Y entonces… Francisco. Se me presenta este hombre de ojos buenos que demuestra tener, antes que nada, buena memoria. Memoria para recordar qué era lo que hacía y decía Jesús. Pareciera que no tiene mucho más… memoria del Evangelio y fidelidad extrema a su mensaje. Reflexión de la Palabra, oración para hacerla propia y puesta en práctica. Y punto. Sus gestos simples, silenciosos, delicados, parecen una representación fiel de los gestos sencillos y cuidados de Jesús, y sus sabias palabras, que todos traducen en los mil idiomas por los mil medios, parecen simples réplicas de las palabras que alguna vez pronunció aquél hombre santo.
Sombra de Cristo
El sábado a las once de la mañana fue la cita. Esperamos sentados en una sala dentro del Vaticano, rodeados de sacerdotes, cardenales y hombres y mujeres laicos que, como nosotros, venían de compartir las experiencias del congreso. Atrás de nosotros se sentó un periodista mexicano con el que nos deleitamos cruzando ideas el rato que duró la espera. Estábamos en la privilegiadísima tercera fila (sospecho que la presencia de Elisa, la única beba del congreso, movilizó a más de un organizador para hacernos el lugar), con visual en diagonal directa al gran sillón donde se sentaría Francisco. A los laterales de las filas de sillas, guardias vestidos de colores custodiaban el lugar.
Cuando se abrieron las puertas la gente se paró y aplaudió la entrada del Papa. ¿Entrada triunfal? La imagen de Francisco, caminando pausado y tranquilo, contrastó en seguida con el bullicio de la sala. No quería aplausos, y se le notó en cada músculo de la cara y el cuerpo. Sonrió agradecido y tímido, y pidió silencio con las manos. Su presencia no me causó el impacto que creí. Era una presencia etérea, traslúcida, limpia; una aparición silenciosa, casi muda, tenue. Su figura desaparecía detrás de los aplausos y las miradas. “Es transparente”, me salió pensar, “casi no lo veo”.
Es que no se ve el hombre en él. Se ve el otro hombre, el de Belén, el pobre. Francisco se hace invisible detrás de la fuerza que lleva dentro, como si su humanidad se evaporara en el mensaje superior que arrastra. No me impacta ni estremece, no impresiona; Francisco se va detrás de su legado, ya vigente, a menos de dos años de Papado. Y me pareció que los titulares de los diarios con citas suyas tenían más fuerza visual que su apariencia humana. Todo en él me hablaba de humildad, pobreza, simpleza, despojo, hasta sorpresa ante tanta pompa.
“Está cansado”, fue lo único que le dije a mi marido por lo bajo. Y me surgía subtitular en mi mente su silencio mientras nos miraba a nosotros, sus aplaudidores: “Miren, si fuera por mí, evitaría tanta solemnidad y me iría al jardín. Pero sé que a ustedes les hace bien, que necesitan de esto, que quieren verme y escucharme. Y está bien, si hace falta, acá estoy. Y si quieren aplaudir, aplaudan. A mí me da igual”. Me hizo sonreír mi propia ocurrencia, hasta del tono con el que lo imaginé, pero Francisco tenía un gesto tan porteño, cercano y descontracturado, que no me lo figuraba pensando de otro modo.
Nos habló en italiano sobre no perder la lozanía del carisma de los movimientos eclesiales a los que pertenecíamos y sobre evitar la tentación de paralizarnos en esquemas tranquilizadores, pero estériles; la tentación de enjaular al Espíritu. Nos invitó a acoger y acompañar a los hombres de nuestro tiempo, en particular a los jóvenes, con libertad y paciencia, y a no olvidar la comunión entre los cristianos.
Tenía hojas en su mano, pero cuando llegó a un fragmento de su discurso que lo conmovió de forma particular, levantó la vista, cerró el puño y elevó su tono de voz: “No hicieron una institución de espiritualidad así (estática); no tienen un grupito… ¡No! ¡Movimiento! Siempre en la calle, siempre en movimiento, siempre abierto a las sorpresas de Dios”. Eso (las palabras, el tono y la mirada) sí impactó, quitó el aliento y obligó a un silencio más sentido de parte nuestra. MOVIMIENTO”. Y dicho por un hombre que se veía cansado de andar y andar, que llevaba la acción en los ojos y transmitía vida, calle e inquietud.
Construír sobre roca
Cuando nos saludó sí apareció Jorge Mario, por un ratito. “¿Y esta belleza?”, y un beso cariñoso y sentido a Elisa, que lo miraba fijo. Su tono de voz era tan argentino, informal, común, que por un momento lo sentimos como un abuelo amigo, sentado en la esquina de un bar bonaerense. “Recen por mí, ¿eh?”. Su frase de cabecera para cerrar el micro diálogo, pero esta vez como una interpelación personal, casi como una provocación. El abuelo amigo estaba vestido de sotana blanca y rodeado de soldados, lejos de casa y con una difícil misión universal en sus hombros cansados, frente a los ojos del mundo entero. Y en un minuto de encuentro, de apretón de manos, nos pide a nosotros, sus compatriotas desconocidos, que no lo dejemos solo.
Y entonces… Jesús en el Monte de los Olivos: “Oren, para no caer en la tentación”. La imagen del hombre más bueno y santo pidiendo a sus amigos, menos santos que Él, que rezaran por su carga, que lo ayudaran a alivianarla, que lo acompañaran en su difícil misión. “Mi alma siente una tristeza de muerte. Quédense aquí velando” (Mc 14, 34).
Miro a ese hombre sentado en esa enorme silla y pienso en las calificaciones que ha sabido generar desde que se hizo el hombre más conocido entre los hombres. Sobre todo, las que se refieren a él como el Papa que trae el cambio, el Papa novedoso. Y en su casi invisibilidad, con su sonrisa tan “gaucha” debajo del solideo blanco que lo inviste obispo de todos los cristianos, me pregunto si en realidad, no es el hombre más tradicional que ha habido. El que más se atiene al mensaje original, el que vuelve a las fuentes, el que no deja una sola palabra del Evangelio sin cumplir. El cambio entonces, no es más que la vuelta a casa, a la esencia. Ésta nunca cambió… será que necesitábamos alguien que nos la recordara.
“No lleven encima oro ni plata, ni monedas ni provisiones para el camino, ni dos túnicas, ni calzado ni bastón…” (Mt 10, 9). “El que quiera ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos” (Mc 8, 35). “Den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mc 12, 17). “La verdad los hará libres” (Jn 8, 31), “Busquen primero su Reino y su justicia…” (Mt 6, 33).
Y vino Francisco con una sola valija de mano en clase turista; saludó personalmente a cada hombre y mujer con el que se cruzó, fuera cardenal o empleado del Vaticano; eligió una casa más sencilla para vivir; se rodeó de gente cercana; denunció la corrupción y el abuso dentro de su propia Iglesia; visitó países buscando la paz y lavó los pies a musulmanes y mujeres. Escuchó la Palabra y la puso en práctica, construyendo su casa sobre una roca sólida.
Y se subió al tren de su tiempo. “No se pone vino nuevo en odres viejos, porque hará reventar los odres, y ya no servirán más el vino ni los odres. A vino nuevo, odres nuevos” (Mc 2, 22). Francisco le saca el polvo a las escrituras de pergamino, y las convierte en un post de Facebook, sin alterarles ni por un segundo el sentido. Las lee en un iPad, las comparte en una página web, las sube a un avión cargada de periodistas, las carga de frases cotidianas y términos de fútbol. Las tablas de la ley pasan de la piedra a la pantalla táctil, y los Evangelios se vuelven video, imagen, actualidad.
En el medio, Jesús, que vuelve a aparecer, a estar en boca de todos, a recuperar su voz. Los pobres, la bondad, la humildad, la solidaridad, la honestidad vuelven a ser tema de los diarios. Me despido de Roma con la novedad de lo conocido. Vuelvo al punto de partida y trato de despojarme de todo lo aprendido y leído, de volver a buscar y mirar al primer hombre que me habló de amor. Con ganas de volver a leer, a rezar y a encarnar lo más básico de la propuesta de Dios. Con ganas de simplificar, naturalizar y volver hábitos reales, concretos y cotidianos las enseñanzas que tanto creí conocer.

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