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Mónica Melhem transmite su experiencia como arquitecta y decoradora con sencillez y velocidad. La dueña del negocio de decoración quizás más sutil y vanguardista de Punta del Este, y medalla de oro de la tercera edición de Casa FOA, se toma el tiempo para responder. Pero una vez que empieza, es contundente.

Texto: Loris María Bestani

¿En qué elementos te inspirás cuando encarás un ambiente nuevo?

Un espacio habla. Hay que escucharlo, porque tiene mucho que decir. Creo que uno tiene que entender el espacio primero para que él mismo oriente la distribución y decoración. Cuando llego a un lugar, ante todo trato de comprender su lectura: si es horizontal, si es vertical, cuál es su conformación geométrica, la luz, la orientación. Intento convertir lo que podría considerarse como un defecto en algo virtuoso, ya que lo peor que uno puede hacer es tratar de tapar lo que ya existe.

A veces, la gente viene con una idea definida y quiere forzar el espacio, pero esto para mí es un gran error. Uno tiene que respetarlo. También, la persona que lo va a habitar tiene una singularidad que a veces no conoce bien. Algunos clientes me piden una casa como la que vieron en una revista, pero no se dan cuenta de que ellos tienen un estilo muy distinto. Por eso el diseño tiene que estar totalmente “customizado” (hecho a medida).

¿Qué protagonismo das al cliente en la decoración?

Cada cliente tiene su particularidad. Puede ser un coleccionista. Puede también gustar de un color especial o tener una cómoda de una abuela que quiere colocar porque es parte de su historial. Como decorador, uno tiene que ir adaptándose y hacer concesiones, exigiendo que los espacios estén muy bien proyectados y que tengan la comodidad del andar. Después, si el estilo que la persona elige es más rococó, más moderno, más inglés, se va viendo. Por otra parte, a veces la gente sabe lo que quiere, pero no sabe cómo hacer para que la conmueva. Por eso, de alguna manera profesionalizo su pensamiento y ayudo a agregarle esa emoción que busca. En mi rol de profesional, voy llevando al cliente de la mano porque todo el mundo tiene miedo al cambio. Como especialista, tengo que estar siempre unos pasos más adelante. Intento explicar por qué conviene hacer una cocina distinta; tra to de “educar”. Tengo que lograr que la persona confíe en mí. Por ejemplo, si el cliente no se anima a un color, le propongo pintar sólo una pared y que se tome un tiempo para verlo. O cuando alguien quiere trasladar todo el mobiliario de su antigua casa porque siente que de lo contrario pierde su pasado, le sugiero ir llevando los muebles de a uno. Y muchas veces se da cuenta de que no necesita más que uno o dos.

Y la comodidad, ¿qué lugar ocupa en tu jerarquía?

La casa tiene que emocionar al cliente, tiene que hacerlo sentir cómodo. Es lo más íntimo que uno tiene y por lo mismo, el peor lugar para sentirse esclavo. La mejor ponderación que me han hecho fue “si volviera a hacerme una casa, la haría exactamente igual”, porque significa que esa persona está a gusto en su hábitat, se adueñó de él. El lugar al que se tiene que llevar al cliente es a su auténtico interior. Quizás, uno como profesional lo ve antes, pero es él quien lo tiene que sentir. Cuando la persona logra aceptar su interior, su hábitat, termina aceptando quién es.

Muchas veces las casas que salen en los libros, con tendencias muy extremas, no son para disfrutarlas. Me ha pasado también que, después de entregar una casa, los clientes me llamen porque no pueden seguirla solos. Eso muestra que ellos nunca pudieron apropiársela, seguramente porque mi impronta fue demasiado grande.

¿Te repetís de alguna manera?

Nunca repetí una obra. Cada cliente tiene su estética y sus necesidades específicas. Si a eso se le suma el espacio, no hay una casa igual a otra. Esto me obliga a buscar cosas siempre nuevas; es algo que me tiene todo el tiempo rodando. Y lo mejor que me puede pasar es que me copien porque me fuerzan a salir de mi zona de confort. Este rasgo lo tengo también exacerbado por el negocio de Punta del Este. La gente ahí espera ver novedades; tengo que producir un impacto en el cliente que viene a comprar.

¿Cuál es el criterio que usás para elegir los objetos de tu negocio en Manantiales?

Cada año establezco dos o tres tendencias que asimilo y transformo según el gusto argentino y uruguayo, y teniendo en cuenta la situación de playa y verano. Por supuesto que al elegirlas ya estoy muy contaminada de lo que vi en las revistas y en las ferias internacionales. Traigo una cantidad de elementos y hago un proyecto en el local mismo para ver cuáles se adaptan. Entonces sólo compro bajo proyecto. Y lo hago un año antes para poder llegar a tiempo.

Esta temporada las tendencias van a ser el cobre, el plateado y los azules. Y hablo de tendencias porque exceden el concepto de color. Los sillones son siempre parecidos, más bien neutros de color, pero lo que los transforma son los complementos, los accesorios, las luces, los objetos. A un negocio de muebles hay que darle dinamismo porque si no, hasta yo me aburro.

¿Tenés colores o materiales prohibidos?

No me gusta que la gente odie un color. Todo depende de cómo se lo usa y para qué. En todos los estilos hay cosas muy lindas y otras muy feas. El peligro está en decir “detesto algo”; se cierra el crecimiento. Yo quiero tener todos los canales de crecimiento abiertos. Como norma nunca digo “no me gusta” aunque mi primera reacción haya sido negativa. Abro la cabeza. Hay que darse tiempo porque los cambios son difíciles para cualquier ser humano. Hoy, uno tiene que ser versátil y manejar varios estilos. La vida va mucho más rápido ahora y en el momento en que te quedaste en un estilo, fue.

Ese modo de vida visual, ¿te atraviesa en todo lo que hacés?

En todo. Voy a un restaurante y veo si el cuadro está torcido. Ya pasa a ser una obsesión. En un momento lo sufría mucho; era como un dolor de ojos. Pero eso mismo es lo que me permite la excelencia. Nosotros tenemos que tener los estados sensibles muy despiertos. Hoy aprendí que esa obsesión es justamente mi arma para diseñar; si no, no podría crear. Mi trabajo es de mucho mirar. Miro, miro y miro. Es un ejercicio que hago todos los días. Voy a muchas ferias, y cuando viajo también miro. Hay que aprender a mirar; hay que hacer una gimnasia de ojo. En cualquier lugar se puede aprender algo, de lo bueno y de lo malo. ¿El mozo pasó por las mesas con comodidad?, ¿cómo le da la luz a ese comensal?

¿Tuviste alguna vez el pánico de la hoja en blanco?

Claro, y tengo que tenerlo. Porque si no siento esa angustia, algo no está funcionando, me estoy repitiendo. Si uno no se ve forzado a atravesar la angustia, no hay creatividad.

La casa de Melhem es como ella: abierta y sofisticada. Con pocos focos de atención, inusuales, como unos móviles orientales. Y sobre todo, con una proyección hacia el infinito que se impone apenas uno ingresa con la vista y que se filtra en cada minuto de la charla que sigue.

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